lunes, 1 de junio de 2009

LOS ACANTILADOS DE GARITA DE HERVEIRA

LOS ACANTILADOS DE GARITA DA HERVEIRA

Por Mari Cruz Martín Toledo


1

Sobre los montes de Sierra da Capelada, el Renault Mégane recorre la estrecha carretera que corona en Garita da Herveira. Avanzan los quilómetros y las nubes se van tornando cargadas y oscuras; en el arcén, eucaliptos y pinos se mecen al azote del viento. María, asida fuertemente al volante, orienta el coche hacia la pista de tierra; en el asiento delantero, junto al bolso, un ramo de claveles rojos y la fotografía de un hombre y una mujer plasmada treinta años atrás. El paisaje, con aromas a campo y mar, se vuelve lánguido y ceniciento, despierta recuerdos dormidos; a lo lejos, la garita se alza al fustigue de los tiempos. María estaciona el coche y frunce el entrecejo. Con la mirada en la torrecilla, sus pensamientos se pierden en una espiral deslucida que difumina el entorno y la transporta al pasado.


2

La niña descansa en el asiento trasero del Seat Mil Quinientos que transita por la carretera del mirador motrileño en la costa granadina. Pedro, de mediana estatura, cuerpo delgado y moreno, ojos negros, conduce con cierta soltura. El flamante retiro, estrenado hace pocos días, le embarga de inquieta y feliz certidumbre. Sentada junto a él, Mariana, lo mira orgullosa. La retina capta y guarda la imagen del Cerro de la Virgen de la Cabeza, sitiado por luces y sombras en esa calurosa noche de agosto. El automóvil franquea el túnel de la Gorgoracha y comienza el esperado viaje: celebración, jubileo y premio a decenas de años de trabajo.

Tras visitar Granada, Jaén, Madrid, León, Santiago de Compostela, la familia Barreiro llega a A Pedra. Pretenden llegar a Cariño. Es el punto final del recorrido.

Desde A Pedra, el auto alcanza la pista forestal que encumbra los acantilados que dicen más altos de Europa Occidental, en la costa gallega. Mariana, de pelo canoso y gruesa figura, vuelve la cabeza y observa con ternura a María, ya despierta, que va absorta en el paisaje; los doce años recién cumplidos moldean una silueta espigada; el pelo rubio que recoge en una trenza le da al rostro un aire picaresco. Pedro, que conoce el terreno, aminora la marcha; la espesa niebla es la misma de antaño, el tiempo se ha demorado en el lugar; las vacas siguen pastando en la cuesta de los acantilados y los caballos salvajes corren por los extensos pastizales; reconoce las especies arbóreas, pinos y eucaliptos, y el olor que penetra intensamente incitando los sentidos. Sin girar la cabeza, las manos en el volante, habla a la rapaza:

—María, como te prometí, recorremos Galicia para que conozcas mis raíces. Lugo fue la ciudad donde nací. Tus bisabuelos eligieron trasladarse a Cariño, el pueblo de pescadores donde transcurrió mi niñez y que después visitaremos. Con veinticinco años decidí ser camionero, transportando el fruto de la mar gallega por la geografía española. El destino hizo que conociera a Mariana y durante años vivimos en Motril, lugar donde nos casamos y nació tu madre.

Pedro calla; los cristales se empañan y aparca el auto.

—Hay que seguir a pie —advierte.

Llegan al mirador con la niebla despejada. Pedro entrega la cámara a María que salta y baila mientras pulsa el disparador y emulsionan las fotos. Las mujeres se distraen; él observa las incipientes crestas de espuma que se agrandan en los acantilados de seiscientos catorce metros; al fondo, empequeñecidas, las rocas que duermen al abrazo de los siglos. El silencio, roto por el viento, inquieta a las dos mujeres.

—Mariana, no os acerquéis al borde; es muy peligroso por las corrientes de aire. Esta garita —explica, señalándola— era empleada siglos atrás para la vigilancia costera. Fijaos qué escarpada es la costa. Aquí se dice que sólo hay tres lugares en el planeta cuyas rocas son más antiguas.

Pedro enmudece. Recuerda el peligro de la pesca en este rugiente mar, su abuelo decía que el mar estaba tan presente en la vida de un cariñés que le seguía "hasta en su muerte". Añora a su madre mariscadora, forjada por el mar, habladora y dulce. Enjuga una lágrima y continúa ilustrando su memoria con gestos.

—Pocos marineros se atreven a faenar aquí; es fundamental mantener la proa hacia los acantilados; el peligro está en aquellas olas que vienen rebotadas; a este lugar lo llaman “el renegado” porque, abajo, el mar reniega de la tierra. A pocos quilómetros, allá al sur, está la ermita de San Andrés de Teixido donde dice la tradición que "a San Andrés de Teixido vai de morto quen non foi de vivo" o dicho en castellano "que va de muerto quien no fue de vivo".

Mariana guiña a la nieta; las dos cómplices siguen las explicaciones de Pedro que se toma en serio su papel de guía.

—Mañana os llevaré a ver los hórreos y visitaremos el santuario, pero a las dos os advierto que si os cruzáis con un lagarto, una culebra o un sapo no lo piséis porque es el alma de algún difunto que no fue de vivo. En Cariño, comeréis mis platos favoritos, la calderada y la sardina lañada.

Pedro vive el momento con todos los sentidos a flor de piel; añora la arena dorada de la playa invadida por gaviotas que sobrevuelan un cielo apagado y se lanzan a la cresta de las olas. Mariana se acerca al borde del abismo para oler una pequeña flor blanca, adormilada. Un tropiezo hace que pierda el equilibrio y abrace el precipicio, las manos ávidas se sujetan a unas ramas. Pedro grita y corre a pesar de que las piernas le fallan, retiene con fuerza las muñecas, intenta subirla.

—Por favor —implora—, no me sueltes.

—Mi amor, no te soltaré —la tranquiliza—, pero intenta subir apoyando la pierna en ese saliente.

María se aproxima llorando.

—No te acerques —ordena Pedro—; quédate junto a la caseta.

La joven obedece. Mariana apoya el pie en el resalte, descansa y hace acopio de fuerza para un nuevo intento, llora y se desespera, el peso del cuerpo la inmoviliza.

—Cariño—mira a Pedro—: no puedo.

Pedro tira con ímpetu. Las manos sudorosas apenas sostienen el peso que los minutos hacen más cruel, respira, descansa y lo vuelve a intentar; extenuado mira a María, que llora y tirita.

La noche se adueña del día y lo escolta al fin del mundo, la luna emerge y se forma en blanca esfera portando luz a los dedos que, dormidos, no se sueltan. La joven se levanta y cae. Pedro está perdido, los ríos de su vida se desbordan; no le quedan fuerzas, le regala tiempo al pensamiento: un segundo, un minuto, unas horas; no sabe cuánto transcurre, la mirada se torna borrosa, los suspiros levantan su pecho. Aún está unida a su mano, pero un muro eterno los separa. Ve los dedos de Mariana resbalar de los suyos insensibles. Ella no debe marcharse sin él. Sereno, se despide.

—Te quiero, nos uniremos en el cielo.

Los ojos verde azulados de Mariana brillan con dulzura, unas palabras fluyen:

—Te quiero, nos veremos en el lugar donde me has citado.

Las manos parecen ceder, después se estrechan; finalmente, se deslizan soldadas al abismo.

Al día siguiente, la guardia civil localiza a María acurrucada dentro de la garita. Pedro y Mariana han bebido el licor de los muertos.


3

María regresa al presente, la garita se ilumina y brilla cuando recibe los rayos de un sol desvestido de nubes; henchida de ternura, envuelve el ramo de flores en una caricia y lo arroja al acantilado; pasados unos minutos, retorna al camino. San Andrés de Teixido es su próxima parada; los quilómetros hasta la llegada se hacen cortos, aparca el coche y camina hacia la ermita; a unos metros de la entrada se detiene, se sienta en una piedra; un susurro le hace volver la cabeza; junto a ella, un lagarto y una culebra la miran fijamente; la serpiente le regala una lágrima y una sonrisa; después, sin prisa alguna, despaciosamente, vuelven al camino y se adentran en la iglesia.